Imagina que estás en la selva. Te bajas del coche y compruebas lo que has escuchado en la radio: 31°C, con sensación térmica de 38. La sinfonía de trinos y zumbidos a tu alrededor son lo contrario del paisaje sonoro urbano. Obligatorio ducharse y usar chaleco salvavidas, lees. A unos pasos, a lo que viniste: ante ti se abre la tierra, entre los helechos un agujero es el acceso a los mantos acuíferos subterráneos de la península de Yucatán.
Te sumerges en el agua cristalina agradeciendo su frescura, peces de colores te rodean. Flotando, avanzas a una caverna cuya oscuridad asusta hasta al más valiente. Un chillido agudo y aleteos sobrevolando tu cabeza te anuncian otras presencias. Bienvenido, intruso, aquí vivimos nosotros, pareciera que es lo que los murciélagos quieren comunicar. Superado el susto, tus ojos se ajustan a la poca luz y te permites seguir avanzando a otra caverna, y a la otra, y a la otra. En esta última la abertura en el cielo de la cueva permite el paso de los rayos de sol, que en el agua se convierten en larguísimos hilos dorados. Se iluminan así las enormes columnas de estalactitas que terminan varios metros más abajo. Y luego, agua y más agua, hasta donde la vista no alcanza. Desconoces el dato de la profundidad del cenote, imposible saberlo sin equipo de buceo y a veces, hasta con equipo. Flotas y miras abajo a través del visor en total presencia y sientes y sabes que esa profundidad existe también dentro de ti.